Cuando la pandemia llegó a las comunidades indígenas del norte de Argentina

Por Olivia Acosta

Maximiliano tiene 24 años, es estudiante de enfermería de último año del Instituto Superior de Cruz Roja Argentina en Salta, provincia ubicada al noroeste de Argentina que hace frontera con Bolivia, Chile y Paraguay. También es responsable del campamento humanitario de Cruz Roja Argentina en Salta, en el que cada día él y sus compañeros apoyan a 800 familias indígenas de etnias wichis, tobas y chorotes. El proyecto comenzó a principios de año por la declaración de emergencia a raíz de la muerte de 10 niños indígenas por desnutrición y falta de acceso al agua. Según Maximiliano, “fue en ese momento cuando Cruz Roja Argentina decidió implementar un campamento humanitario para dotar de atención en salud, alimentos y agua potable a las familias indígenas afectadas por la desnutrición y la sequia, y apoyar el desarrollo de sus capacidades”.

El campamento se encuentra en el corazón de las comunidades, en medio de la nada, y a través de sus 10 tanques y una planta potabilizadora es capaz de dotar entre 45.000 y 60.000 litros diarios de agua a las familias indígenas de la zona. La supervivencia en Salta es muy difícil, la temperatura puede llegar a 45º, la zona es muy árida y desértica. “El acceso a las comunidades es muy complicado, no hay caminos, los hemos tenido que crear nosotros mismos para poder llegar con los vehículos y llevar agua cada dos o tres días. Los niños nos esperan muy ilusionados, con los vasitos preparados… he aprendido a valorar mucho el agua, te das cuenta de lo importante que es cuando careces de ella. Desde que les llevamos el agua, hemos conseguido que disminuyan las diarreas y mejore la talla de los niños, porque antes la tomaban de ríos contaminados, lo que ponía en riesgo su salud”.

Ante la escasez de atención médica en el lugar, el campamento también cuenta con una carpa de primeros auxilios y un equipo móvil para poder trasladar a los pacientes de las aldeas más remotas.

Todos los voluntarios y voluntarias del campamento tienen formación en primeros auxilios y brindan apoyo a las familias con una perspectiva de protección, género e inclusión. Cuando el COVID-19 llegó a la zona, Maximiliano pensó que, si había un alto número de contagios, la pandemia podría causar estragos, porque sería muy difícil de controlar. Las familias indígenas son muy vulnerables y sus casas, que apenas miden 8 metros cuadrados, con paredes de barro y techos de plástico, albergan a familias de más de 8 personas, en condiciones de mucha pobreza y hacinamiento. “Lo primero que pensé fue: ¿cómo vamos a enseñarles a lavarse las manos para evitar contagios, si apenas tienen agua?

Ante la nueva situación, los voluntarios del campamento se pusieron manos a la obra para adaptarse a las condiciones de aislamiento y decidieron aumentar la distribución de agua potable con la intención de generar hábitos más higiénicos en las familias. Además de eso, comenzaron a colaborar con el Hospital San Victoria en el “Plan Detectar”. Su labor consiste en visitar las comunidades para evaluar sintomatologías y problemas respiratorios, con el objetivo de verificar la necesidad de realizar pruebas PCR si se cumplen los criterios establecidos. Para los casos graves coordinan el traslado al hospital y para los leves, realizan seguimiento de su estado de salud en sus casas y distribuyen mascarillas y kits higiénicos de desinfección. Según Maximiliano, “el uso de mascarillas ha resultado complicado para ellos, porque nunca se habían puesto ninguna. Tuvimos que realizar talleres y dar pautas a través de la radio comunitaria para que, por ejemplo, se evitasen las aglomeraciones. Ahora, casi el 75% usa las mascarillas y sigue las medidas de prevención, lo que ha resultado todo un éxito y ha compensado todo el esfuerzo. De momento hemos tenido 18 casos positivos y 16 ya han sido dados de alta”, relata con orgullo.

Según Maximiliano son comunidades nómadas muy arraigadas a su cultura, religión, e idioma y no es fácil establecer relaciones. “Llevo 250 días en el campamento y ahora todos nos conocen, varios voluntarios están aprendiendo su idioma, algunos incluso ya lo hablan, ¡y eso que el wichi es muy complicado! Para los niños de las familias indígenas, el campamento es un lugar de diversión con tráilers, motos, luces, vehículos… les resulta muy llamativo y les encanta venir a visitarnos”.

Ahora comienza la segunda etapa del proyecto para el desarrollo de estas comunidades y mejora de su calidad de vida, a través de un plan de cultivos y huertas, formación para el uso del reciclaje, recolección de residuos, construcción y acceso a letrinas, entre otros. “A veces nos frustramos cuando pensamos en todo el trabajo que tenemos por delante para apoyar el desarrollo de estas comunidades, nos sentimos como hormigas, pero luego siempre pienso: si no estuviésemos aquí, ¿cómo estarían ahora? Y entonces veo los avances que hicimos junto a las familias, me doy cuenta del gran valor que aportamos y lo importante que es para las comunidades”, concluye Maximiliano.

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